DESARROLLO / DESIGUALDAD

¿Hay que arrebatarle la economía a los economistas?

Ha Joon Chang es uno de los más lúcidos economistas de nuestros días. Su último libro, “Economía para el 99% de la población”, con más de un año en circulación y a varios meses de su primera edición en español, puede ser un buen aporte a las discusiones que afronta nuestro país, haciendo imprescindible su lectura.

March 18, 2016
Pablo Messina

Este texto, al igual que otros de su autoría, combina como pocos la densidad teórica, la rigurosidad empírica y la explicación llana de los elementos fundamentales de la economía política, a la vez que realiza una dura crítica a los adalides del “fin de la historia” y, en particular, a los economistas neoclásicos.

Chang, lejos de ser anticapitalista, es un defensor “desencantado” del sistema. Asume la existencia de “variedades de capitalismo”, en contra de las recetas únicas, y aboga por la mirada sistémica de las determinaciones que explican la dinámica económica y social. Entonces, cuando los defensores del libre mercado se vanaglorian con el desempeño económico de Singapur, él nos recuerda que en ese país el 85 por ciento de las viviendas son producidas por el Estado y que el 22 por ciento de la producción nacional es a través de empresas públicas, más que duplicando el promedio mundial. Cuando se cantan loas al desarrollo de Finlandia y su industria forestal o su modelo educativo, él nos recuerda que en dicho país se consideraba a cualquier inversión con más de un 20 por ciento de componente extranjero como “peligrosa” en el momento del despegue económico y, cómo una alta tasa de sindicalización (70 por ciento), también contribuyó a dicho proceso. Además, muestra que la recaudación de impuestos sobre el Pbi es cercana al 50 por ciento en ese país. De esta forma, nos alerta sobre la toma de elementos aislados sin contextualizarlos a la hora de pensar políticas.

Partidario de cierto eclecticismo, aboga por la diversidad intelectual y la “fertilización cruzada” de escuelas de pensamiento, distanciándose de los manuales convencionales que sólo entienden del paradigma neoclásico. “Al que sólo tiene un martillo, todo le parecen clavos”, dice. No obstante, se puede apreciar su innegable simpatía por el desarrollismo y el análisis institucional. Incluso, una lectura crítica puede advertir la ausencia del pensamiento económico latinoamericano así como también de la economía ecológica y feminista (desatendiendo así el problema del intercambio desigual y de los “valores de uso” bajo el capitalismo). Asimismo, confunde demasiado “socialismo” con “planificación centralizada”, no permitiendo ver grises en la teoría marxista. De todas formas, su análisis permite dotarnos de potentes herramientas para la crítica.

En ese marco, destacaré algunos de sus principales aportes.

  1. No existe el “mercado libre” (salvo la página de Internet).La política crea, moldea y remodela al mercado antes de que tengan lugar las transacciones”, dice. Su ejemplo sobre el trabajo infantil es por demás ilustrativo. Muestra como en la Inglaterra del siglo XIX los defensores del libre mercado encontraban oprobioso que se “coartara la libertad de contrato” prohibiendo el trabajo de los niños. Sin embargo, ahora a nadie se le ocurriría fundamentar a favor de la explotación de niños y niñas para no interferir en el mercado. Por lo tanto, la libertad de mercado radica en los límites que la política le imponga. Incluso quienes creen que el mercado opera mejor libre de planificación y regulaciones ignoran muchas veces que “las megacorporaciones poseen estructuras internas complejas integradas por departamentos, centros de beneficios, unidades semiautónomas y demás, y contratan personal bajo especificaciones laborales y tablas salariales enrevesadas dentro de una estructura de mando burocrática”.

  2. La industrialización debería ser uno de los ejes fundamentales del desarrollo. Retomando el viejo ejemplo de Adam Smith sobre las bonanzas de la “división del trabajo” en la producción de alfileres, nos muestra que ésta creció de unos 4.800 alfileres diarios en 1776 a 800 mil en 2012, como ejemplo del aumento colosal de la productividad en la industria. Sin embargo, “nadie ha desarrollado un sistema para cultivar trigo en seis minutos en vez de seis meses, algo que habría ocurrido si la productividad del sector agropecuario se hubiera desarrollado tan rápido como la producción de alfileres”. Por otra parte, en el sector servicios el concepto de productividad no siempre aplica: tocar mil veces más rápido “Lola la coquetera” no la hace más agradable para bailar. Pero la industrialización no sólo es buena porque garantiza mayor dinámica en una perspectiva de largo plazo, nos dice Chang, sino también porque es “el centro de aprendizaje” de la economía. Varios mecanismos que se desarrollaron en el sector industrial han permitido aumentos de productividad en su réplica en el sector agropecuario o el sector servicios (ejemplo: producción en serie en locales de comida rápida). No obstante, sus reflexiones sobre los valores de uso son escasas, ¿qué sucede con la degradación ambiental que acarrea el “agronegocio”?, ¿no pagamos la mayor productividad de la “comida rápida” con obesidad y otros problemas de salud?

  3. La política macroeconómica debe ser uno de los componentes de la política de desarrollo, y no su rectora. En este sentido, Chang dice que no es deseable sacrificar las políticas de desarrollo de largo plazo por la estabilidad de precios y disciplina fiscal. Las preocupaciones por los equilibrios macroeconómicos son importantes, pero lo cierto es que desde los ochenta, centrándonos sólo en estas dos variables, el crecimiento económico se morigeró y la inestabilidad económica, aumentó. Gasto en educación e investigación y desarrollo, implementación de políticas sociales fuertes y política industrial no debieran sujetarse a equilibrios de corto plazo, según sus recomendaciones.

  4. La baja productividad no obedece a la vagancia de los pobres, sino a la vagancia de los ricos. En nuestro país nos hemos acostumbrado a escuchar, con ayudita de algún ex presidente, que la vagancia es una de las causas de nuestro menor nivel de desarrollo relativo. Sin embargo, Chang ridiculiza esta concepción. En primer lugar, afirma que las jornadas extensas (o intensificadas en el esfuerzo) pueden ser extenuantes y riesgosas en términos físicos y psicológicos para los trabajadores, privándoles del goce de otros aspectos de la vida. Esto es bien importante porque muchas veces las propuestas empresariales para el aumento de la productividad son pensadas como “intensificación” de la jornada laboral, en una perspectiva por demás reduccionista y que no cambia en esencia la dinámica de acumulación.

En segundo lugar, afirma que las jornadas más extensas tienen lugar en África, América Latina y Asia, mientras que en los países ricos suele trabajarse bastante menos. Los mexicanos “vagos”, si se corrige por cantidad de horas semanales y días de licencia al año, trabajan más que “las laboriosas hormigas surcoreanas”. Además, varios países de América Latina están en el tope del ranking mundial en horas trabajadas y la injusticia también “recorre Europa”, dado que en Grecia, a pesar de que Merkel y sus adláteres los acusan de “sanguijuelas”, las jornadas laborales son de las más extensas de Europa (y trabajan mucho más que los europeos del norte). Por lo tanto, el discurso de que los países son más pobres porque trabajan menos carece de sustento empírico y sólo opera como una justificación ideológica a las injusticias globales, según el autor.

En ese contexto, sugiere que la productividad no depende del esfuerzo de los pobres sino del desarrollo tecnológico, la apuesta firme a la infraestructura e instituciones colectivas (universidades, centros de investigación, etcétera). La posibilidad del desarrollo de éstas, en general, está en manos de los ricos. O sea, la falta de productividad obedece a la pereza de los que tienen el sartén por el mango.

  1. Los niveles actuales de de­sigualdad son insoportables. Muestra cómo la desigualdad en la interna de los países ha aumentado desde los ochenta y que “exceptuando un puñado de países europeos, la desigualdad de ingresos oscila entre lo grave y lo chocante”. Crítico con quienes pretenden ver una contradicción entre crecimiento económico y redistribución, argumenta que si bien la igualdad extrema atenta contra el crecimiento –recordemos que no es anticapitalista–, muestra cómo muchos países lograron tener cierto despegue económico redistribuyendo, y que con los niveles de desigualdad actuales, en particular en los países periféricos del mundo, es más difícil crecer por los problemas de inestabilidad política que genera tanta injusticia. Lejos de afirmar que “una marea alta levanta todos los barcos”, considera que la evidencia histórica es bastante elocuente en mostrar que las políticas pro ricos sólo empeoran la distribución y no necesariamente generan crecimiento.

  2. Hay que combatir la “despolitización de la economía”. Si bien es consciente de que no siempre los gobiernos y los burócratas constituyen los agentes mejor intencionados (ni mejor informados) de la economía, no es cierto que son peores que los empresarios. En particular, la evidencia empírica muestra cómo muchos procesos de desarrollo económico han tenido lugar con una amplia participación del Estado. No sólo fiscalizando, recaudando impuestos y gastando, sino también regulando la actividad económica y negociando con los principales agentes. Quienes quieren dotar al mercado de poder absoluto, “despolitizan la economía” y atentan contra la democracia. Ya que, según Chang, se pasa de una lógica “un ciudadano, un voto” a la lógica “un dólar, un voto”, perdiendo calidad democrática y dando lugar a la “plutocracia”.

La idea que transversaliza su libro radica en fundamentar que la economía es un argumento político y como tal requiere de ciudadanos activos y conscientes para lograr mejores desempeños. En ese marco, la sugerencia de Chang es a la vez polémica e interesante: “la economía es demasiado importante para dejarla en manos de los economistas”.

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